Mística del tiempo de la Septuagésima por Don Gueranger, en el ano litúrgico.
El Tiempo que
empezamos, encierra profundos misterios que no son exclusivos de las tres
semanas que debemos recorrer hasta llegar a la santa Cuaresma, sino que se
extienden al período entero que nos separa de la gran solemnidad pascual.
DOS ÉPOCAS. — El
número septenario es el fundamento de estos misterios. "Hay dos tiempos,
dice San Agustín en su Explicación del salmo CXLVIII: el uno se desarrolla
ahora entre las tentaciones y tribulaciones de esta vida; el otro transcurrirá
en seguridad y alegría eternas. Celebramos ambos; el primero antes de Pascua,
el segundo después de Pascua. El tiempo antes de Pascua expresa los apuros de
la vida presente, el tiempo después de Pascua significa la bienaventuranza que
gozaremos un día. Esta es la razón de por qué pasamos el primer período de que
hablamos en ayuno y oración, mientras el segundo está consagrado a cánticos de
alegría y entre tanto se suspenden los ayunos.".
DOS LUGARES. — La
Iglesia, intérprete autorizada de las Sagradas Escrituras, nos muestra, en
conexión directa con los dos tiempos de San Agustín, a las dos ciudades de
Babilonia y Jerusalén. La primera es símbolo de este mundo pecador; el
cristiano ha de vivir aquí el tiempo de prueba. La segunda es la patria
celestial, donde descansará de sus luchas. El pueblo de Israel, cuya historia
toda no es más que una figura grandiosa del género humano, se vio realmente
desterrado de Jerusalén y cautivo en Babilonia.
La cautividad de
Babilonia duró 70 años. Para expresar este misterio ha fijado la Iglesia, según
Alcuino, Amalario, Ivo de Chartres y en general todos los liturgistas de la
edad media, el número septuagenario para los días de expiación, tomando,
conforme al uso de las Sagradas Escrituras, el número empezado por el completo
y acabado.
LAS SIETE EDADES
DEL MUNDO. — La duración misma del mundo, conforme a las antiguas tradiciones
cristianas, se divide en siete períodos. El género humano ha de recorrer siete
etapas antes de que surja el día de la vida eterna. La primera se extendió
desde la creación de Adán hasta Noé; la segunda desde Noé y el diluvio hasta la
vocación de Abrahán; la tercera comienza con este primer esbozo del pueblo de
Dios y va hasta Moisés, por cuya mano dió el Señor la ley; la cuarta abarca
desde Moisés a David, por quien empieza a reinar la casa de Judá; la quinta
comprende la serie de siglos desde el reino de David hasta el cautiverio del
pueblo judío en Babilonia; la sexta se extiende desde la vuelta del cautiverio
hasta el nacimiento de Jesucristo. Llega finalmente la edad séptima; se abre
con la aparición del Sol de justicia y ha de perdurar hasta el advenimiento del
Juez de vivos y muertos. Estas son las grandes divisiones de los tiempos, tras
las cuales no habrá más que eternidad.
EL SEPTENARIO DE
ALEGRÍA. — Para alentar nuestros corazones en medio de los combates que jalonan
el sendero de la vida, la Iglesia nos muestra otro septenario que debe seguir
al que vamos a recorrer. Después de una Septuagésima de tristeza llegará Pascua
con sus siete semanas de alegría a traernos un anticipo de los consuelos y
delicias del cielo. Después de haber ayunado con Cristo y de haberle
compadecido en su pasión, resucitaremos con él y nuestros corazones le seguirán
hasta el cielo empíreo. Poco después sentiremos descender hasta nosotros al
Espíritu Santo con sus siete dones. Así la celebración de tales y tantas
maravillas reclamará de nuestra parte nada menos que siete semanas completas,
desde Pascua a Pentecostés.
TIEMPO DE
TRISTEZA. — Después de haber lanzado una mirada de esperanza a este futuro
consolador, es menester volver a las realidades presentes. ¿Qué papel
representamos en este mundo? El de desterrados, cautivos, al alcance de todos
los peligros que Babilonia entraña. Si amamos la patria, si tenemos empeño en
volverla a ver, debemos repudiar los falsos atractivos de esta pérfida
extranjera y arrojar lejos de nuestros labios la copa que embriaga a muchísimos
de nuestros compañeros de cautiverio. Nos convida seductora a juegos y
placeres, pero debemos colgar nuestras arpas en los sauces de sus ríos, hasta
que nos sea franqueada la entrada en Jerusalén. Pretende decidirnos a entonar
al menos los cánticos de Sión en su recinto, como si nuestro corazón pudiese
encontrar satisfacción lejos de la patria, cuando un destierro eterno sería la
expiación de nuestra infidelidad; mas "¿cómo podríamos cantar los cánticos
del Señor en tierra extranjera?" [1].
RITOS DE
PENITENCIA. — Estos sentimientos quiere infundirnos la Santa Madre Iglesia
durante estos días; llama nuestra atención sobre los peligros que nos rodean
dentro de nosotros mismos y en las criaturas que nos circundan. En el trascurso
del año nos espolea a repetir el canto del cielo, el alegre alleluia, y henos
aquí que hoy sü mano sella nuestros labios y nos reprime el grito de alegría
que no ha de resonar en Babilonia: "Estamos en camino, lejos del Señor"
[2]; reservemos nuestros cánticos de alegría hasta llegar a El. Somos pecadores
y con excesiva frecuencia cómplices de los infieles; purifiquémonos por el
arrepentimiento, porque está escrito: "las alabanzas del Señor pierden su
hermosura en labios del pecador" [3].
La nota más
característica del tiempo en que entramos es la supresión del Alleluia; no
volverá a oírse en la tierra hasta que, habiendo muerto con Cristo, resucitemos
con él para una vida nueva [4].
También se nos
quita el cántico de los ángeles, el Gloría in excelsis Deo, que hemos cantado
todos los domingos desde la Navidad del Redentor; sólo podremos cantarlo los
días entre semana en que se celebre la fiesta de algún Santo. El Oficio de la
noche del domingo perderá igualmente, hasta Pascua, el Himno Ambrosiano, Te
Deum laudamus. Al fin del Sacrificio el diácono no despedirá ya a la asamblea
con estas palabras: Ite, Missa est; se limitará a invitar al pueblo cristiano a
continuar su oración en silencio, bendiciendo al Dios de la misericordia, que
nos sufre a pesar de nuestras iniquidades.
[1] Ps. CXXXVI.
[2] II Cor., V, 6.
[3] Eccli., XV, 9.
[4] Coloss II, 12,
[1] Ps. CXXXVI.
[2] II Cor., V, 6.
[3] Eccli., XV, 9.
[4] Coloss II, 12,