Epílogo
BELLEZA DEL DOGMA CATÓLICO
Gozo incomparable es para nosotros, católicos, el tener la perfecta certeza de que poseemos la verdad plena y entera acerca de las cosas que más le importa al hombre saber en este mundo.
La certidumbre de nuestra fe es razonable, pues estriba en revelaciones cuya existencia se halla atestiguada por innumerables prodigios, y, por estar fundada en la veracidad de Dios, sobrepuja a cualquier otra certidumbre.
Con el estudio detenido del Símbolo, nuevas luces alumbran nuestra mente, y nuestra alma se ve sobrecogida de admiración siempre creciente, según vamos ahondando más y más en dicho estudio; con lo cual la razón confirma nuestra fe y afianza nuestra adhesión a los dogmas revelados.
Nuevo motivo para adherirnos más y más a la palabra divina tendremos si comparamos estos dogmas con las especulaciones religiosas y filosóficas engendradas por la humana inteligencia. En efecto, y cuántas aberraciones, cuántas incoherencias, cuántas variaciones en esas doctrinas al paso que no se encuentra en nuestro Símbolo ni contradicción, ni error, ni mácula alguna; sino que todo en él es unidad y armonía, que son el sello de la verdad.
Tal conexión existe entre los misterios cristianos, que el negar uno, es negar todos los demás, lo que se ha visto a las claras en el protestantismo, el cual con rechazar en un principio, tan sólo el dogma de las indulgencias, ha venido a parar lógicamente y por grados, al racionalismo más completo.
Cada misterio implica todos los demás, y todos se concentran en uno solo. El de la Encarnación, verbigracia, nos presenta al Verbo de Dios; Hijo eterno y sabiduría del Padre, segunda persona de la Santísima Trinidad, hecho hombre en el purísimo seno de una Virgen inmaculada, para restablecer a la especie humana en la justicia original de la que habíamos decaído por el pecado del primer hombre. Este misterio supone evidentemente el de la Santísima Trinidad, del pecado original y de la Inmaculada Concepción.
A su vez, en el misterio de la Encarnación estriba el de la Redención que se obró en la cruz; el de la regeneración del mundo por la gracia, regeneración de que es prototipo Jesucristo en cuanto Hombre-Dios, y principio en cuanto es Redentor del género humano; el misterio de la Iglesia que es su cuerpo místico, una extensión de la Encarnación, su reino, que Él mismo vivifica por medio de los Sacramentos, que gobierna interiormente por el Espíritu Santo y exteriormente por los jefes espirituales visibles que Él estableció. Por fin, en el misterio de la Encarnación estriba el de la vida futura, el juicio, la resurrección de la carne, la vida perdurable, que hallan su explicación en el poder de autoridad y en la glorificación del Hombre-Dios.
Semejante unidad y armonía se notan entre el dogma por una parte, y la moral y culto por otra. De todo lo cual se deduce que la doctrina cristiana es, en su conjunto, un edificio de maravillosa belleza, por lo que debemos exclamar con el Salmista:
“¡Qué admirables son, oh Dios mío, tus testimonios! por eso los ha observado exactamente mi alma.”
(SALMO CXVIII, 129)