La dedicación de la Basílica de Letrán (en Madrid el 8 de Noviembre)

En lo alto del gracioso baldaquino del siglo XIV.
 (Arnolfo di Cambio),
las cabezas de San Pedro y San Pablo.

Archibasilica Sanctissimi Salvatoris et Sancti Iohannes Baptista et Evangelista in Laterano
Omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput

Según una tradición que arranca del siglo XII, se celebra el día de hoy el aniversario de la dedicación de la basílica construida por el emperador Constantino en el Laterano. La Basílica de Letrán es la iglesia-madre de Roma, dedicada primero al Salvador y después también a San Juan Bautista.

Esta celebración fue primero una fiesta de la ciudad de Roma; más tarde se extendió a toda la Iglesia de rito romano, con el fin de honrar aquella basílica, que es llamada «madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe», en señal de amor y de unidad para con la cátedra de Pedro que, como escribió san Ignacio de Antioquía, «preside a todos los congregados en la caridad».



Homilía del Papa Benedicto XVI: (12/09/2008)

Bajo las bóvedas de esta histórica catedral, testigo de la constante comunicación que Dios ha querido entablar entre los hombres y Él, la Palabra acaba de resonar bajo estas bóvedas para ser la materia de nuestro sacrificio vespertino,  evidenciado por la ofrenda del incienso que hace visible la alabanza a Dios. Providencialmente, las palabras del salmista describen la emoción de nuestra alma con una precisión que no nos habríamos atrevido a imaginar: “¡Qué alegría cuando me dijeron: ‘Vamos a la casa del Señor’!” (Sal 121,1). Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: el gozo del salmista, contenido en estas palabras del salmo, se expande en nuestros corazones y suscita en ellos un eco profundo. Alegría en ir a la casa del Señor, porque, los Padres nos lo han enseñado, esta casa no es más que el símbolo concreto de la Jerusalén de arriba, la que desciende hacia nosotros (cf. Ap 21,2) para ofrecernos la más bella de las moradas. “Si moramos en ella –escribe san Hilario de Poitiers–, somos conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, porque es la casa de Dios” (Tratado sobre los salmos, 121,2). Y San Agustín reafirma: “Este salmo aspira a la Jerusalén celeste. Es uno de los cánticos graduales, que no se compusieron para bajar, sino para subir. En nuestro exilio, suspiramos, en la patria gozaremos; pero a veces, durante nuestro exilio, nos encontramos con compañeros que han visto la ciudad santa y que nos invitan a correr hacia ella” (Comentario sobre los salmos, 121, 2). Queridos amigos, durante estas vísperas, nos unimos con el pensamiento y la oración a las innumerables voces de los que han cantado este salmo, aquí mismo, antes que nosotros, desde hace siglos y siglos. Nos unimos a los peregrinos que subían a Jerusalén y las gradas de su templo, nos unimos a los millares de hombres y mujeres que comprendieron que su peregrinación en la tierra encuentra su meta en el cielo, en la Jerusalén eterna, y que confiaron en Cristo como guía. ¡Qué gozo, pues, saber que estamos rodeados por tan gran muchedumbre de testigos!

Nuestra peregrinación hacia la ciudad santa no sería posible, si no se hiciera como Iglesia, semilla y prefiguración de la Jerusalén de arriba. “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 126,1). Quién es este Señor sino Nuestro Señor Jesucristo. Fue Él quien fundó la Iglesia, quien la ha edificado sobre la roca, sobre la fe del Apóstol Pedro. Como dice también san Agustín: “Es el Señor Jesucristo quien construye su propia casa. Muchos son los que trabajan en la construcción, pero, si Él no construye, en vano se cansan los albañiles” (Comentarios sobre los salmos, 126,2). Ahora bien, queridos amigos, Agustín se plantea la cuestión de saber quiénes son los albañiles, y él mismo responde: “Todos los que predican la palabra de Dios en la Iglesia, los dispensadores de los misterios de Dios. Todos nos esforzamos, todos trabajamos, todos construimos ahora”; pero es sólo Dios quien, en nosotros, “edifica, quien exhorta, quien amonesta, quien abre el entendimiento, quien os conduce a las verdades de la fe” (Ibid.). ¡Qué maravilla reviste nuestra actividad al servicio de la divina Palabra! Somos instrumentos del Espíritu; Dios tiene la humildad de pasar a través de nosotros para sembrar su Palabra. Llegamos a ser su voz después de haber vuelto el oído a su boca. Ponemos su Palabra en nuestros labios para ofrecerla al mundo. La ofrenda de nuestra plegaria le es agradable y le sirve para comunicarse con todos los que nos encontramos. En verdad, como dice Pablo a los Efesios: “Él nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales” (1,3), ya que nos ha escogido para ser sus testigos hasta los confines de la tierra y nos ha elegido antes de nuestra concepción, por un don misterioso de su gracia.

Su Palabra, el Verbo, que desde siempre esta junto a Él (cf. Jn 1,1), nació de una mujer, nacido bajo la Ley, “para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción (Ga 4,4-5). El Hijo de Dios se encarnó en el seno de una Mujer, de una Virgen. Vuestra catedral es un himno vivo de piedra y de luz para alabanza de este acto único de la historia humana: la Palabra eterna de Dios entrando en la historia de los hombres en la plenitud de los tiempos para rescatarlos por la ofrenda de sí mismo en el sacrificio de la Cruz. Las liturgias de la tierra, ordenadas todas ellas a la celebración de un Acto único de la historia, no alcanzarán jamás a expresar totalmente su infinita densidad. En efecto, la belleza de los ritos nunca será lo suficientemente esmerada, lo suficientemente cuidada, elaborada, porque nada es demasiado bello para Dios, que es la Hermosura infinita. Nuestras liturgias de la tierra no podrán ser más que un pálido reflejo de la liturgia, que se celebra en la Jerusalén de arriba, meta de nuestra peregrinación en la tierra. Que nuestras celebraciones, sin embargo, se le parezcan lo más posible y la hagan presentir.